La irresponsabilidad total del hombre respecto de sus actos y a su ser es la gota más amarga que ha de tragar el hombre del conocimiento, una vez habituado a considerar que la responsabilidad y el dolor son los títulos de nobleza de la humanidad. Todas sus valoraciones, atracciones y aversiones se convierten por ello en algo falso y carente de valor: su sentimiento más hondo, el que le acercaba al mártir y al héroe, ha adquirido a causa de eso el valor de un error; ya no tiene derecho alabar ni a censurar, pues no tiene sentido alabar ni censurar a la naturaleza y a la necesidad. Ante los actos propios y ajenos debe proceder como cuando le gusta una obra bella pero no la alaba, porque ésta no puede hacer nada por sí misma, o como cuando se encuentra delante de una planta. Puede admirar su fuerza, su belleza, su plenitud, pero no le es lícito atribuirles mérito: el fenómeno químico, la lucha de los elementos o los tormentos de quien ansia curarse tienen tanto mérito como esas luchas y angustias del alma en las que nos sentimos atenazados por diversos motivos y en diferentes sentidos, hasta que al final nos decidimos por el más poderoso (como suele decirse, aunque en realidad habría que decir: hasta que el más poderoso decide por nosotros). Pero por elevados que sean los nombres que demos a esos motivos, proceden de las mismas raíces en las que creemos que se encuentran los malignos venenos: entre los actos buenos y los actos malos no hay una diferencia de especie, sino a lo sumo de grado. Los actos buenos son la sublimación de actos malos; y los actos malos son actos buenos, pero realizados de una forma tosca y estúpida. Cualquiera que sea el modo como puede obrar el hombre, es decir, como debe hacerlo, éste no desea más que autocomplacerse (unido esto al miedo que tiene a la frustración), ya sea mediante actos de vanidad, venganza, concupiscencia, interés, maldad o perfidia; o mediante actos de sacrificio, de compasión, de entendimiento. Los grados de raciocinio determinarán la dirección en la que cada cual se dejará llevar por este deseo; toda sociedad y todo individuo tienen siempre presente una jerarquía de bienes, por la cual deciden sus actos y juzgan los ajenos. Sin embargo esta escala de medida está cambiando continuamente; se llama malos a muchos actos que sólo son estúpidos porque el nivel de inteligencia de quién decidió realizarlos era muy bajo. Más aún, en cierto sentido, todos los actos son todavía hoy estúpidos, porque será sin duda superado el nivel más elevado que ha podido alcanzar la inteligencia humana: cuando entonces se mire hacia atrás, todos nuestros actos y juicios resultarán tan limitados e irreflexivos como nos parecen hoy los de los pueblos salvajes y atrasados. Puede que la toma de conciencia de todo esto produzca un hondo dolor, pero existe un consuelo: estos sufrimientos son dolores de parto. La mariposa quiere romper su envoltura, despedazándola y desgarrándola; entonces se siente cegada y embriagada por esa luz desconocida que es el reino de la libertad. El primer ensayo para saber si la humanidad, que es moral, puede convertirse en sabia, se hace con hombre que son capaces de soportar esta tristeza (¡y que serán muy pocos!). el sol de un nuevo evangelio lanza su primer rayo sobre las cimas más altas de las almas de esos solitarios; allí se acumulan nubes más densas que en ninguna otra parte, y reinan a un tiempo la claridad más pura y el crepúsculo más sombrío. Todo es necesidad, dice el nuevo saber, y el conocimiento es el camino que conduce a esa inocencia. Si la voluptuosidad, el egoísmo y la vanidad son necesarios para la producción de los fenómenos morales y para que alcancen su más elevada floración, el sentido de la verdad y de la justicia del conocimiento: si el error, el extravío de la imaginación ha sido el único medio por el que ha podido ir elevándose paulatinamente la humanidad hasta este grado de claridad y de autoliberación. ¿quién iría a entristecerse al divisar la meta adonde llevan estos caminos? Es cierto que en el terreno de la moral todo se modifica y cambia, que es incierto y está en constante fluctuación, pero también es verdad que todo fluye y que se dirige a un único fina. Aunque siga actuando en nosotros el hábito hereditario de juzgar, amar y odiar erróneamente, cada vez se irá debitando más por el creciente influjo del conocimiento: en este mismo terreno nuestro se va implantando insensiblemente un nuevo hábito: el de comprender, el de no amar ni odiar, el de ver desde lo alto, y dentro de miles de años será tal vez lo bastante poderoso para dar a la humanidad la fuerza de producir al hombre sabio, inocente (consciente de su inocencia), de un modo tan regular como hoy produce al hombre necio, injusto, que se siente culpable, es decir, su antecedente necesario, no lo opuesto a aquél.
Por : Nietzsche